Hoy, no voy a contarlo desde la vivencia. Sin mas, copio y pego.
Gracias Mi....perdón, me ha dicho que quiere ser anónimo....
Gracias por el relato.
SUEÑO QUE SUEÑO UN MAL SUEÑO
Bujaruelo parece un valle tallado con navaja por, quién sabe qué dios del Olimpo. El río Ara discurre bravo por sus entrañas, haciendo honor a su nombre, su trazado primigenio sigue abriéndose paso como un gran arado tirado por cien mil mulas. Entre sus ilustres afluentes se encuentra el río Otal, del que toma el nombre la montaña que subiremos hoy o ¿fue al revés? ¿Tomó el río el nombre de la montaña? Es invierno, febrero, falta un mes para el confinamiento, la montaña está blanca en un valle cerrado y oscuro. Decidimos madrugar, hay mucha nieve allá arriba, mejor si la pisamos al alba y no la dejamos rendirse al sol. Es temprano, la oscuridad y el frío absorben las luces de nuestros frontales. El ánimo concentra nuestra ascensión con la primera pendiente, feroz e implacable. Como si fuéramos la Santa Compaña, avanzamos al compás del sonido de nuestros pasos sobre la hojarasca y el contrapunto de la respiración que, como un rezo, bendice cada pisada.
Ahora, mientras escribo, es primavera, abril, cuento los días y los muertos. Cuarenta y cinco días encerrado, respirando el aire cargado de amenazas y restándole al tiempo los días de asedio. Madrugo y con el primer café desciendo a los infiernos, el cielo espera ahí fuera, se está haciendo largo, un segundo café pone las cosas en su sitio; el centinela que vive conmigo se encarga de poner orden. Es temprano, aprovecho las primeras horas del día para trabajar, me concentro en mis tareas, tengo suerte, las cosas van bien. Pasa la mañana y antes de comer me tomo un descanso para descubrir nuevamente las fotos de la ascensión al Pico Otal.
Dejamos el bosque que descubriremos a la bajada. Apunta el día y el amanecer nos saluda con una sonrisa azul, que hace más bella la montaña blanca que nos espera. El desnivel es severo en toda la ascensión, pero lo necesitamos, nos ayudará en la preparación de futuros proyectos. Como bolas de helado se suceden los repechos. El buen estado de la nieve para caminar con crampones nos permite avanzar por las jorobas con paso firme. Hace media hora que Sergio se ha desviado de nuestra ruta con la intención de otear otro itinerario. Nosotros seguimos a la evidencia del terreno que nos dirige hacia el collado. Pero la evidencia no la dibuja el trazado sino, muchas veces, la experiencia y nuestro compañero acumula esa experiencia del que sabe escuchar a la montaña. Aunque los dos itinerarios convergían en el mismo punto, nuestro recorrido supuso un rodeo y asumir un paso expuesto, mientras tanto, Sergio se dirigía en línea casi recta hacia el collado. Nada grave en este caso ya que estamos preparados para equivocarnos.
Me olvido de las fotos, he de ir a hacer la compra. Ir a comprar me produce ansiedad. Bajo a la calle pertrechado, como sugieren los que saben, con mascarilla, guantes y armado con mi frasco de gel. Entro en el super, está a sólo cien metros de mi casa. El super se ha convertido en un antro de silencio y mascarillas. Han desaparecido las sonrisas tras las mascarillas, las miradas tampoco sonríen; escrutan estanterías y se enfrentan de soslayo. El tiempo fuera es bueno, aquí dentro siento el frío que produce la incertidumbre de salir victorioso. Regreso a casa. Me quito las zapatillas en la entrada, las desinfecto con lejía, me desnudo, echo la ropa a la lavar y todo lo demás. Mientras me ducho pienso si lo estaremos haciendo bien, como dicen los que saben, porque no estoy preparado para equivocarme.
A mediodía llegamos al collado. Cuatro horas nos ha costado alcanzar el último tramo de nuestra montaña. Ante nosotros se presenta una magnífica pendiente que, a modo de corredor, nos conduce a la arista cimera. Es hora de hacer uso de los piolets. Sergio nos lleva ventaja. Lo vemos a mitad de la pala, su rastro nos facilita la subida y seguimos la escala que ha tallado con sus huellas por el que parece mejor itinerario. Un regalo. Afronto el último repecho y quiero disfrutar de cada crujiente pisada; al tiempo que vigilo mi cuerpo, adivinando en mis latidos la dosis de esfuerzo que necesito cada minuto, reservando el ánimo para que no se agote el entusiasmo que transmiten mis piernas y mi corazón.
Me siento a ver la televisión después de sucumbir a una excelente comida. Es lo que tiene estar confinado, que mejoras tus dotes de cocinero. Mi atención sólo se detiene en las cifras que me estremecen. Hoy es 29 de abril y la esperanza camina lenta, a la espera de un tren que nunca llega. Se ralentiza la desescalada, vaya palabra, qué mal suena por parecer inapropiada en lo que quiere significar. Sebastián Álvaro lo comentaba en el programa de radio “El transistor” y añadía: “los que hacemos escalada, a bajar escalando, lo llamamos destrepar o descender”. El periodismo seguro que utiliza el término con intención, pero a mí se me escapa. Miro las gráficas de contagiados y muertos, que se me antojan parecidas a los perfiles de las montañas pero con bajadas muy largas, sin la simetría de una ascensión clásica. Ojalá hubiera simetría en las gráficas de la muerte. O no, porque la montaña resultante sería muy alta. No lo sé. Lo que si se, es que comienza a envolverme el sueño.
Tras una hora larga hacemos cima los cinco: Itziar y Lucía primero, les seguimos Jon, Ander y yo mismo. Sergio lleva un rato esperando y nos recibe con las incondicionales fotos y después, palmadas, abrazos y fotos, todos hacemos fotos. Sin embargo, las mejores fotos son las imágenes que quedarán fijas en la memoria, y que el recuerdo siempre se encargará de mejorar. Observo las miradas de mis compañeros y sus silencios me lo dicen todo. Escucho el silencio de la cima, el lenguaje caóticamente ordenado del horizonte. El tiempo se detiene cuando miramos absortos el Pirineo blanqueado bajo el azul infinito. “Hay tantos tipos de belleza, como maneras de buscar la felicidad” decía Stendhal; la montaña es una de ellas. Con buenas dosis de humildad, la relación estética con la naturaleza, con las montañas, con la primigenia, te hace más libre. Frente a nosotros el Mondarruego se exhibe arrogante y presumido, nos supera en poco más de cien metros, pero nos mira por encima del hombro. No le importa que nadie sepa su nombre porque sabe de la admiración que causa en todo aquel que visita por primera vez Torla.
La siesta ha sido corta pero intensa, con sueño profundo y reparador. Sueño digo, pero no me acuerdo si he soñado, seguro que sí, siempre que se duerme se sueña. También se sueña despierto, hay hasta quien ve cumplidos sus sueños y también los que quisiéramos que la pandemia fuera un sueño. Dedico la tarde a leer. Termino una novela y digiero la prensa, con algunas noticias amables y otras rozando la distopía. Una vez ordenada la información dejo para el final las noticias y declaraciones infames. Un lapsus ocupa mi cabeza con el recuerdo de mi última salida al Pirineo. Fue en febrero, faltaba un mes para el confinamiento, lo dejo todo y retomo la escritura.
Toca bajar, destrepar, descender, que no desescalar. Lo hacemos a cuatro patas, como a la subida. Armados con los piolets y dando la espalada al fanfarrón Mondarruego. Tras una parada en el collado, seguimos la marcha. Yo me adelanto, casi siempre hago las bajadas solo, por delante de los demás. La subida me sirve de meditación, la bajada de reflexión. Los retornos nos interrogan sobre cuestiones inesperadas que hacen aligerar el paso. La subida a la montaña me proporciona sosiego en la mente; el pensamiento se apacigua hasta congelarse en unas pocas imágenes, en un discurso abstracto. Sin embargo, en la bajada, las cavilaciones están más relajadas y retoman sus labores, al tiempo que la mirada redescubre el camino. Cada paso que nos acerca al valle pasa de inmediato a formar parte de nuestros recuerdos. Pienso en Sergio, descubro por qué ha decidido subir sólo. Descubro también el tramo de bosque que subimos a oscuras, muy empinado y largo, tan cruel como una larga escalera sin descansillos.
Dejo el texto, después de cenar continuaré escribiendo, en cinco minutos he de salir a la ventana a aplaudir. Me rompo las manos todos los días aplaudiendo lo que hay que aplaudir. Hoy aplaudo con más fuerza para evitar que se oiga un mensaje que circula por las redes, cargado de mentiras y razones espurias, propone a los ciudadanos no aplaudir y sustituir las palmas por cacerolas. Se perfectamente quienes son y no merecen ni dos líneas.
Al fin nos reencontramos todos en el parking donde hemos dejado las furgonetas. Al lado del camping de Bujaruelo. Con la alegría de haber realizado una excelente actividad, confirmo que todos estamos un poco locos, que el ambiente es y ha sido óptimo, que todo ha salido bien porque estamos preparados para equivocarnos y hemos hecho caso al que sabe. Y es que, el que sabe, con la máxima discreción, en el momento que pisó la nieve hizo la lectura de la ascensión, se anticipó. No cambió de camino por antojo. Su lectura sólo perseguía administrar la seguridad que permitiera que todo terminase bien. Mientras los demás subíamos confiados en nuestras fuerzas y nuestra experiencia, el que sabe y sabe que sabe, asumía la responsabilidad del maestro. Por eso cuando la montaña exige sabiduría siempre intento ir acompañado de los que saben. Suena el despertador, son las seis. Hace frío en la furgoneta y fuera todavía más. Hay que levantarse y preparar el desayuno lo antes posible. Hemos de salir temprano. Sergio duerme a mi lado, se incorpora y me pregunta qué tal he dormido, le digo que mal, he debido tener un mal sueño, pero no hay nada que un buen café no pueda solucionar.
Gracias por publicarlo.
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