Otra vez.
Otra vez y todas las que hagan falta.
Una montañita amable, con el desnivel que tu le quieras hacer. Muchas posibilidades en sus laderas. En verano y en invierno. En primavera y en otoño.
Con el bosque lleno de vida y color. Con el bosque lleno de sombras refrescantes. Con el bosque alfombrado de ocres. Con el bosque helado.
Esta vez el bosque esta helado. Todavía no corre viento. Sabemos que más adelante si. No recorremos la vía normal, ni la vía del cucharón. Hacia Peña Nariz, por un camino desconocido para mi. Natxo, hace de guía. Conoce el camino y camina seguro de hacia donde va. El suelo esta bien cubierto de una capa de nieve, que hace que perdamos de vista las botas en cada paso.
Nieve polvo que no dificulta el ritmo. Ritmo que disminuye subiendo al collado de Castilla donde el suelo nos va a enseñar una de sus caras más ásperas, más frías, donde la cencellada es la protagonista, dura como el diamante y donde nos encontramos con los primeros madrugadores que ya bajan, armados con crampones, que deben ser para roca, ya que bajo el hielo, las piedras duermen.
Ya se echaba en falta el aire del Moncayo, asomaba tímidamente pero ahora es el protagonista. Entre el frío del suelo y el frío del cielo, anda desbocado el frío viento, amenazando con helar a los pobres montañeros que no tengan el equipo adecuado.
Se hace larga la subida a la cima. La llegamos a comparar con la subida a Mont Blanc, desde las Roches Rouges en la ruta de los cuatromiles. Sin nada que envidiar a los últimos metros de esa ruta, para llegar a la cima. Quizás la altura sea la diferencia.
Ahora si hemos llegado al templo del frío. El viento juega a hacer banderas con el hielo y huimos buscando el calor para seguir hasta Lobera. Toda el camino cimero hasta donde parece que se quiere terminar, para con un quiebro adivinar entre la nieve el camino que desciende buscando el circo de Morca y el de San Gaudioso antes de llegar al santuario donde cambiamos el frío ambiental, por el calor de una buena cazuela de migas.
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